En sus 7.226 hectáreas, Muelas, Ricobayo, Cerezal y Villaflor nos ofrecen una gran variedad de paisajes, de ecosistemas, consecuencia de la distinta formación de sus suelos. Buena parte de Muelas y Ricobayo pertenece a lo que se llama la falla de Carbajales, con afloraciones graníticas (sugestivas y caprichosas formas pétreas), especialmente entorno al cauce del río Esla, formando, aguas abajo del nuevo puente y hasta su desembocadura, los Arribes del Esla, extensión de sus homónimos del Duero.
Roca escarpada, cayendo hacia el agua, lugar de anidada de águilas y otras rapaces. Precisamente, en estos parajes se obtiene la menor altitud del término, apenas 600 metros sobre el nivel del mar, por los 685 metros que marca la coronación de la presa.
A medida que nos alejamos de estos escarpes, el terreno se dulcifica, escaseando más las moles graníticas, dando paso a tierras de labor y montes de jara y encina. La inconfundible estampa de las cortinas, con sus paredes de piedra, son vestigio de un pasado más laborioso en estos campos, hoy semiabandonados. Tierras de labor, rojizas, al sur del término, rayanas con Almaraz y Villaseco. Prados que se extienden entre Cerezal y Ricobayo, aprovechados por el excelente ganado ovino que pastorea, al modo tradicional estos lugares.
Alturas que alcanzan en Cerezal, en Sierra Gorda, la cota más elevada del municipio, 844 metros, atalaya entre alcornoques. Al otro lado del embalse, el Cueto Víboras, con sus 823 metros de altitud se convierte en un excelente mirador sobre las aguas embalsadas. El resto del término municipal se encuentra entre los 720-800 metros de altitud.
La flora dominante es la típica mediterránea: encina (Quercus rotundifo lia), jara (Cistus ladan ifer), roble (Quercus faginea), y en Cerezal, una importante superficie de alcornoques (Quercus suber), con incursiones puntuales de rebollos, en cinas, quejigos, y un sotobosque denso de jaras. El alcornoque aparece en pequeños manchones en otras partes del término: Ricobayo y Muelas (Cueto Víboras y Arroyo de Muelas). Las jaras y encinas se extienden por doquier, cubriendo las pequeñas laderas de los innumerables regatos y cursos de agua, de cuyo fondo se alzan los chopos y algún que otro pequeño árbol de ribera. Amparados en las solanas, al abrigo de las laderas, crecen los espinos, cuya fragancia primaveral inunda las «urrietas»; su fruto otoñal, los llamados «abayolinos», sirven de alimento a las aves. La blanca flor de la jara extiende su manto por el término de Villaflor, pequeño poblado, mirador del embalse, que impregna sus orillas primaverales de olor a monte y aldea. Paisaje otoñal.
Enseñorean los montes el lobo, el zorro, el jabalí, el corzo, y sus hermanos menores: el conejo, la liebre, la garduña, la gineta. Vuelo pausado de alimoches, águilas, sobre los peñascos de los Arribanzos; más abajo, la cigüeña negra, planea por encima de los tranquilos cormoranes, que toman el sol sobre una peña, aras de agua. Palomas, carboneros, mirlos, tordos, jilgueros, gorriones, abejarucos, urracas, acompañan la soledad de estos pagos con sus vuelos nerviosos. Cánticos de amor, de soledad, de esperanza. En los regatos, el salto de las ranas, alertadas por las pisadas sobre la hierba, hace ondear la plácida película de agua, quieta, cansada de avanzar hacia el mismo río. Entre el lodo, avanza el cangrejo autóctono, milagroso superviviente de tantas sinrazones.
El lucio se ha adueñado de las aguas del embalse, acabando con sardas, escallos, bogas, tal como acabó la presa con las escurridizas anguilas.
Atrévete a conocer todo esto, deja que tus pies te encaminen entre tomillos y tojos, busca entre las escobas estos caminos perdidos.